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febrero 07, 2011

Salida

Yo no era el que solía perderse. Pero de pronto las calles me llevaron a un lugar donde era difícil saber si todo era vereda, o todo era calle. El olor a alquitrán delataba que aquella calle era nueva, y es lo que más miedo me daba. No puede ser -me dije- si tomé el mismo camino de siempre, es imposible que haya llegado hasta... acá. A lo lejos se oían los autos pasando, el lamento incesable de la ciudad apagando todas las posibilidades que tenía por concentrarme y buscar una salida. Fui imbécil y no me devolví por el camino al comenzar a sospechar del suelo que alcanzaban mis pasos, me adentré entre las calles, buscando una salida entre los muros de ladrillo color mermelada de papaya. Y todas las calles eran iguales, hacia donde doblase los enormes muros o edificios me hacían sentir atrapado infimamente en una caja con muchas cajas, donde alguien se encargó de dejarme y olvidarme. Hubo un momento tal, que dejé de confiar en mis pies, y comenzé a caminar con la mente, así mis piernas se alternaban por inercia y me llevaban a descubrir calles nuevas, enclaustrantes, e igual de monótonas que las demás, daba la sensación de que estaba en medio de un sector industrial por donde los camiones aún no pasaban a esa hora, pero no pudo ser cierto, ya que el reloj de mi celular sin señal delataba que se aproximaban las 5 de la tarde. Cada callejón era grande, entonces me encargué de caminar cerca de las paredes para no gastar pasos volteando de camino en camino. Me acostumbré al olor a alquitrán y me alegraba cuando, de vez en cuando, en una pared encontraba un enchufe eléctrico o una grieta, que marcaba una leve diferencia con las demás paredes sin ventanas ni detalles. Yo no era el que solía perderse, pero al ir descubriendo más callejuelas, me detuve y me puse a llorar. Pensé que estaba soñando, que era falso, pero ni mis lágrimas al impactar contra el suelo pudieron invocar mágicamente una fuerza que me sacara de allí como una especie de deus ex machina. Me di cuenta que ya no podía seguir, lo único que quería era llegar a mi destino y mis pasos se burlaron de mí.
Dormí unas cuantas horas en el suelo, con la tranquilidad de tener la certeza de que nadie más pasaría por allí. Al despertar, me reincorporé y dejé mi celular en el suelo, junto con otras pertenencias, de modo que aquel sería mi sitio, y no saldría más allá de las paredes circundantes. La resignación me llevó a adaptarme al lugar, y convertirme más bien en un "habitante de las paredes", en lugar del "yo" que era en un principio. Me sentaba en el mismo lugar siempre, y me ponía a observar las murallas que se levantaban hacia donde mirase. Memoricé cada falla, cada grieta, inventé juegos mentales contando los ladrillos, buscando rostros en la intermitencia de lineas y piedra.
Hubo un día en que no dormí en mi rincón, y al despertar me puse a caminar por los pasillos, dejando en el camino diferentes prendas de mi ropa, para poder regresar. No sé por qué quería regresar, pero aquella calle que adopté se convirtió en mi sitio, mi casillero, mi camarote. Continué avanzando por el laberinto, con el ruido de los automóviles aún audibles lejos del lugar, despojándome de mis ropas hasta el punto de caminar completamente desnudo, dejando como seña en el camino mi saliva, fluidos corporales y cabello. Aquella calle que atravesé desnudo resultó ser la más extensa, tanto así que finalmente acabé sin cosas que dejar para recordar el camino de vuelta, entonces dejé que mis pies me empujaran hasta hallar alguna novedad. Nunca volteé mi rostro antes, pero al devolver mi mirada hacia atrás, encontré la salida a dos pasos de mí. No era el lugar que en un principio tenía planeado llegar, pero el sentimiento de libertad era más pleno que nunca: cientos de árboles se levantaban hasta más allá de donde las murallas alcanzaban con su altura, ríos, plantas, insectos y otros animales eliminaban por completo de mi cabeza el olor a calle interminable. Habían otras personas compartiendo entre sí, desnudas también, despojadas de todo tipo de artefacto, tecnología o plástico.
Sentí que podía comer hasta sonreír, que podría dormir lo que yo quisiese, y que nunca más necesitaría de un sistema jerárquico para poder vivir. Llegué al lugar que un día busqué, pero me resigné a dejar de hallarlo.
Hace meses que la calle con paredes altas se extiende muy lejos de donde vivo ahora, de hecho, la gente que me acompaña siente miedo de volver. Dicen que hay monstruos allá...

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